
El maíz ha sido, por generaciones, el corazón del campo mexicano. No solo por su valor alimenticio y económico, sino por todo lo que representa culturalmente. Sin embargo, los datos más recientes nos obligan a replantear su papel central. El cambio climático está avanzando más rápido de lo previsto y ya está modificando las condiciones bajo las cuales este cultivo ha prosperado históricamente. Zonas que hasta hace pocos años eran fértiles para el maíz están perdiendo productividad. Los productores, especialmente los de temporal en regiones marginales, están enfrentando rendimientos cada vez más bajos y una rentabilidad que ya no garantiza ingresos dignos.
“Ya estamos viendo cambios que antes proyectábamos para 2050. En el Bajío, por ejemplo, muchos productores de temporal están dejando el maíz porque la variabilidad climática lo ha vuelto inviable económicamente”, advierte Kai Sonder, jefe de la Unidad de Sistemas de Información Geográfica (GIS) de CIMMYT.
Frente a este panorama, CIMMYT, a través del programa Cultivos para zonas semiáridas, impulsa una serie de acciones concretas para anticiparse a los impactos climáticos y buscar alternativas reales. Los estudios liderados por Sonder, basados en más de 40 modelos climáticos globales y datos de CONAGUA, INEGI y la NASA, muestran una tendencia clara: “Todo el mundo será más caliente, que aumenta el estrés de calor para plantas, animales y humanos, eso no lo duda nadie. Pero lo que más nos preocupa es la distribución de las lluvias: será menos predecible, y eso complica todo”.
La estrategia de Dryland Crops consiste en identificar cultivos más resistentes a condiciones de estrés hídrico y térmico, y al mismo tiempo, desarrollar esquemas agrícolas más resilientes e inteligentes. Entre las especies evaluadas se encuentran el sorgo, el mijo, el maní, el caupí y el chícharo gandul. Estos cultivos no solo requieren menos agua, sino que también aportan beneficios al suelo, reducen la presión de plagas y disminuyen la necesidad de fertilizantes sintéticos al fijar nitrógeno de forma natural en el caso de las leguminosas como el caupí.
“Hay opciones que funcionan muy bien, que saben rico y tienen buen valor nutricional, pero si la gente no las conoce y no hay un mercado para ellas, es muy difícil que un productor quiera cambiar”, señala Sonder. “Hay que identificar cultivos donde ya existe demanda o generar vínculos para asegurar que quien se anime a sembrarlos no pierda su inversión”.
Sin embargo, la resistencia al calentamiento global no lo es todo. Para que estas alternativas sean viables, deben poder insertarse en mercados reales. Muchos de estos cultivos no tienen aún una demanda consolidada, lo que representa un riesgo para los productores que dependen de sus cosechas para subsistir. “El maíz siempre se vende. Aunque el precio sea bajo, al menos hay salida. Pero si siembro otra cosa y no tengo quién la compre ni la puedo consumir toda en casa, es un problema”, advierte.

El proyecto también abre la conversación sobre la necesidad de adaptar las estrategias de desarrollo agrícola a los nuevos escenarios productivos. Si se busca avanzar hacia una mayor autosuficiencia alimentaria, es clave reconocer que el mapa agrícola está cambiando. Regiones como la Península de Yucatán, el sur tropical y partes del norte están enfrentando condiciones cada vez más desafiantes para producir maíz a gran escala. “En esas zonas, el cultivo ya no va a ser económicamente viable. En muchas regiones cálidas y sin acceso a riego, incluso con un buen manejo, el rendimiento no va a alcanzar para justificar los costos de producción”, explica Kai Sonder.
En contraste, estados como Jalisco y Michoacán podrían compensar parte de esa pérdida si se invierte en semilla mejorada, mecanización y prácticas sustentables. “Son regiones con producción en temporal, mecanizadas y con condiciones agronómicas aceptables. Ahí hay potencial para mantener parte del equilibrio de la producción nacional”, señala.
Kai Sonder enfatiza que no se trata de abandonar el maíz, especialmente los maíces criollos, sino de complementarlo. “No hay una única solución. Es una combinación: mejores prácticas agronómicas, uso eficiente del agua, nuevos cultivos, rotaciones diversificadas y, manejo agroecológico de plagas. Todo eso suma. A eso le llamamos agricultura climáticamente inteligente”.
Con información clara, prácticas regenerativas y decisiones basadas en evidencia, se puede construir un sistema más equilibrado. Uno donde los productores tengan alternativas reales, el suelo recupere su fertilidad, el agua se use con mayor eficiencia y los alimentos sigan llegando a las mesas mexicanas, aunque provengan de cultivos distintos a los tradicionales.
“La gran pregunta es: ¿qué podemos hacer ahora para que no se desplome la producción en los próximos 25 años? No podemos esperar a que el maíz desaparezca por completo en ciertas regiones. Hay que actuar antes de que llegue ese punto”, concluye Sonder.
La agricultura del futuro no puede depender de una sola especie. Necesitamos diversidad, resiliencia y visión de largo plazo. La ciencia y la investigación agronómica de CIMMYT ofrece ese enfoque: sembrar hoy lo que hará posible alimentar el mañana.