
En los márgenes de un campo de maíz, donde aparentemente no pasa gran cosa, puede comenzar una historia distinta. Una historia que no habla solo de cultivos, sino de la vida que los rodea y llega a protegerlos. Ahí, entre esas plantas que florecen en los bordes de las parcelas, se mueve una multitud discreta y activa: insectos diminutos que, sin pedir nada a cambio, cumplen funciones esenciales. Controlan plagas, polinizan, descomponen materia orgánica. Es lo que se conoce como biodiversidad funcional, y es justo lo que Abel Saldivia, coordinador de campo en la Estación Experimental El Batán del CIMMYT, ha estado estudiando durante los últimos tres años.
Abel no habla desde la teoría, sino desde la práctica. Entre 2021 y 2023, participó en experimentos que se realizaron en dos regiones agrícolas clave de México: uno en El Batán, Estado de México, donde el cultivo fue maíz, y otro en Ciudad Obregón, Sonora, que se enfocó en trigo. En ambos casos, se trató de probar una misma idea: instalar una franja floral diversificada en uno de los bordes del campo y observar qué pasaba. ¿Llegarían más insectos? ¿Esa diversidad se movería hacia el interior del cultivo? ¿Podía esto convertirse en una herramienta real para reducir el uso de insecticidas?
“La idea era ver si ese borde atraía una mayor diversidad de insectos que la que normalmente se encuentra en el cultivo, y si esos insectos se estaban moviendo dentro del campo de maíz”, explica Abel. Para responder a esas preguntas, colocaron trampas a distintas distancias desde la franja floral hacia el interior del cultivo y monitorearon semana tras semana qué tipos de insectos aparecían. “Separábamos los insectos por familia y por grupo funcional: depredadores, parasitoides, fitófagos, descomponedores. Llegamos a identificar más de 200 grupos distintos”, continúa.

Muchos insectos permaneceron en el borde, pero algunos sí se desplazaron hacia el cultivo. “La mayoría no llegaba más allá de 10 metros, pero algunos grupos, como los icneumónidos, se detectaron hasta 50 metros. Su capacidad de movimiento depende del tipo de insecto”, señala.
Estos hallazgos confirmaron lo que otros estudios ya habían sugerido: los bordes florales pueden actuar como refugios y zonas de alimentación para insectos benéficos, que luego se trasladan al cultivo donde ayudan a controlar naturalmente las poblaciones de plagas. Pero, como bien explica Abel, el contexto del paisaje influye mucho. “Aquí en El Batán todavía tenemos remanentes de vegetación, cultivos más diversos, lo que favorece la conexión del borde con el entorno. En Obregón, en cambio, es casi un desierto verde, y eso limita mucho el efecto que puede tener una franja floral aislada”, afirma.
Más allá de los números, lo importante es lo que esto significa en términos de manejo agrícola. En El Batán, durante los tres años del experimento, no fue necesario aplicar insecticidas. “Tuvimos muy pocos problemas de plagas, porque se está regulando la población de esos organismos de forma natural”, asegura Abel. En cambio, en Obregón, donde la diversidad fue más baja, enfrentaron problemas serios de pulgones y tuvieron que aplicar productos químicos.

El mensaje es contundente: cuando se promueve la biodiversidad, se fortalece el equilibrio del ecosistema. “Las plagas existen porque están desreguladas las poblaciones”, afirma. “Cuando usas insecticidas de amplio espectro, matas a los insectos que podrían ayudarte a controlar esas plagas. Es un círculo vicioso.”
Por eso, uno de los caminos más prometedores es el control biológico por conservación. No se trata de introducir insectos nuevos, sino de favorecer a los que ya están. Y eso exige repensar el uso de agroquímicos. “Hay insecticidas muy específicos que solo afectan a la plaga que queremos controlar. Si usas esos, puedes mantener a raya la plaga sin eliminar a los agentes de control biológico”, explica.
Cuando se le pregunta qué puede hacer un productor común para comenzar a implementar estas prácticas, Abel es claro: “Lo primero sería sembrar cultivos diversos. Si tienes espacio, puedes poner unos surcos de alfalfa, girasol, canola o cilantro. No solo atraen insectos, sino que te dan otros productos como forraje. Incluso dejar pastos en las orillas es útil.”
También recomienda diversificar cultivos, hacer rotaciones, asociar gramíneas con leguminosas o plantas florales. “No tiene que ser complicado. Basta con destinar un 5 % del terreno para empezar. Son prácticas sencillas y efectivas”, comenta.
Una de las lecciones más valiosas del trabajo de Abel es la importancia del monitoreo: “El problema con los biorracionales es que mucha gente los aplica cuando ya tiene un problema fuerte, y ahí ya es tarde. Lo ideal es monitorear desde el inicio del ciclo y actuar antes de que la plaga se dispare. Esa es la clave: anticiparte”.
También subraya que estas prácticas no deben hacerse en aislamiento. “Si lo hace solo un productor, el efecto es pequeño. Pero si lo hace una comunidad entera, si se conectan las franjas florales, el impacto se amplifica a nivel de paisaje”, expresa.
Conservar la biodiversidad no es solo un objetivo ambiental. Es también una estrategia productiva, una forma de hacer agricultura con inteligencia ecológica. Como dice Abel, “los insectos benéficos están ahí. Lo único que hay que hacer es darles un espacio, cuidarlos, y dejar que hagan su trabajo.”
En un mundo donde la biodiversidad está cada vez más amenazada, este tipo de experiencias nos recuerdan que no se trata solo de conservar por conservar, sino de reconocer que esa diversidad cumple funciones que sostienen la vida y también la agricultura. Porque si bien no todos los insectos se ven ni todos los efectos se miden fácilmente, su presencia silenciosa está detrás de cultivos más sanos, suelos más vivos y paisajes más equilibrados.

Pero estas historias de equilibrio natural aún son excepciones frente a una realidad alarmante. A nivel mundial, más del 40 % de las especies de insectos disminuye día con día y un tercio está en peligro de extinción. Según un análisis citado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la tasa de desaparición de estos insectos es ocho veces más rápida que la de los mamíferos, aves y reptiles, y las poblaciones decrecen a un ritmo del 2.5 % anual, lo que podría llevar a la extinción total de muchas especies en menos de un siglo. Los grupos más afectados incluyen lepidópteros, himenópteros y escarabajos del estiércol, así como varios insectos acuáticos. Entre las causas principales están la pérdida de hábitat, el cambio climático y el uso intensivo de insecticidas de amplio espectro, que no distinguen entre plagas y especies benéficas. Frente a este panorama, prácticas como la agricultura regenerativa y el control biológico por conservación se vuelven imprescindibles. Lo que sucede en los bordes de un campo de maíz —donde una flor permite que un insecto sobreviva— puede ser, al mismo tiempo, un acto de conservación y de resistencia.*
*Fuente: Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (2019). La desaparición de los insectos es una dura advertencia para la humanidad. Disponible en: https://www.unep.org/es/noticias-y-reportajes/reportajes/la-desaparicion-de-los-insectos-es-una-dura-advertencia-para-la